¿Somos esencialmente nuestros cerebros?
Con el aumento de la duración de vida, el deterioro del cerebro se ha transformado en un problema de proporciones pandémicas. La forma más conocida es la enfermedad de Alzheimer, que afecta la memoria, el lenguaje y la coordinación muscular; en el estado avanzado, decae la masa muscular, los pacientes se vuelven incontinentes, pierden la memoria a largo plazo, dejan de reconocer a sus allegados. Este dramático cuadro ha inspirado conmovedores testimonios de pacientes (como los autorretratos del pintor William Utermohlen) o de familiares (como “El cerebro de mi padre” del novelista Jonathan Franzen).
El deterioro del cerebro destruye las características que tradicionalmente definen a la persona y aseguran la identidad personal. Las enfermedades neurodegenerativas parecen así confirmar al filósofo Roland Puccetti cuando escribióque “donde va el cerebro va la persona.” El mismo autor novelizó su afirmación en La muerte del Führer (1972), donde el cerebro de Hitler se perpetúa en el cuerpo de una mujer joven y voluptuosa. Este inquietante personaje transgénero es también un paradigma del “cerebro transgeneracional:” el trasplante del cerebro de la persona A, anciana o mortalmente enferma, al cuerpo de B, joven y sana, permite que A perdure. ¿Ficción? En 2015, un neurocirujano italiano anunció poder llevar a cabo una operación funcionalmente equivalente (trasplante de cabeza), y un joven ruso, inmovilizado con atrofia muscular espinal, se ofreció como voluntario. Pero la ficción va más allá: como hace del cerebro la única parte del cuerpo que no envejece, sucesivas trasplantaciones a cuerpos siempre jóvenes y sanos dan al beneficiario una duración de vida indefinida. El cerebro, materia perecedera, desempeña así el papel que antes le tocaba al alma, sustancia inmaterial e incorruptible.
La literatura y el cine de ficción contienen elementos centrales de antiguos mitos. A Titono y a la Sibila de Cumas, los dioses conceden respectivamente la inmortalidad y una longevidad desmesurada, pero sin la juventud eterna. En ambos casos, la motivación de los dioses involucra al deseo sexual. Y en ambos casos, los beneficiarios acaban rechazando la supervivencia. Las ficciones modernas combinan estos elementos con una característica que les da un valor cultural y filosófico particular para el momento contemporáneo: si bien la generalizada idea de que “somos nuestro cerebro” es el postulado que lanza sus tramas, los desafíos que los protagonistas enfrentan en sus “nuevos cuerpos” la cuestionan y resaltan dimensiones contextuales y relacionales que resultan también ser constitutivas de la persona.
Referencias
Vidal, F. Desire, indefinite lifespan, and transgenerational brains in literature and film. Theory & Psychology 2016, Vol. 26(5) 665–680.